Empezar esta reflexión con una pregunta parece pertinente dado el reto que Physios nos ha lanzado: hablar de la construcción del conocimiento desde el ámbito académico a un público lego. ¿Hablamos de divulgar? ¿De comunicar la ciencia? ¿Qué implica? ¿Para qué se hace? Aunque en principio las preguntas –y las posibles respuestas– puedan parecer perogrulladas, parece pertinente detenernos un momento y comenzar por una definición encontrada en el sitio Fostering Docs, Españoles científicos en USA que resume bastante bien, a mi parecer, lo que en términos generales se entiende por “una cultura científica”:
La cultura científica tiene como objetivo acercar la ciencia a los ciudadanos. A diferencia de la comunicación científica, llevada a cabo entre pares científicos mediante la publicación de artículos en revistas especializadas o conferencias, la transmisión de la cultura científica se efectúa a través de la difusión de la ciencia hacia estudiantes y profesionales de diferentes áreas mediante la docencia, o bien a través de la divulgación científica hacia la sociedad. (https://fostering-docs.org/mentorings/cultura-cientifica)
Atender a los tres procesos resaltados permite preguntarnos ¿cuáles son los supuestos que hay detrás? Por un lado, se hace evidente una visión de déficit en la audiencia, que es construida como un ente pasivo solo receptora de información (como si acumular datos curiosos fuese suficiente.) Por otra parte, la relación que se establece es vertical, en el sentido de “yo (divulgador/comunicador) sé, y sé lo que necesitas saber; tú (audiencia) no sabes”. Finalmente, la construcción de una cultura científica se elabora discursivamente como un fin en sí misma. Lo que propongo en estas líneas es descentrar este último constructo y proponer el término literacidad científica, donde esta se constituya en una práctica social que se asuma como un comienzo y no como una meta.
Autores como Martin Bauer, Nick Allum y Steve Miller (2007; en Sástegui 2015) utilizan el término Scientific literacy —alfabetización o literacidad científica— planteando que se “pone el énfasis en valorar el conocimiento que tiene el público sobre hechos científicos, sus métodos, los resultados positivos de la ciencia y en el —supuestamente consecuente— alejamiento de supersticiones o creencias no científicas” y donde el interés está en medir qué tanto saben las personas sobre ciencia. A diferencia de ellos, lo que aquí propongo es utilizar el término literacidad científica [crítica] más en el sentido de lo propuesto por Rogers y Mosley, donde el objetivo se relaciona con la apropiación de significados socialmente disponibles, así como de las prácticas discursivas necesarias para entender y construir nuestro lugar en el mundo, donde se “examinen las relaciones entre poder, lenguaje e identidades” (2014:1).
¿Qué ingredientes se pueden tomar en cuenta para la construcción de una práctica social que involucre la construcción de conocimiento que vaya más allá del sentido común? Por un lado, será importante tomar en cuenta las relaciones entre el individuo y la sociedad, el conocimiento y el poder, la ciencia, la política y la economía. Tal como Roth y Calabresse proponen, se trata de
Ejercer una práctica comunitaria, afianzada por una responsabilidad colectiva y por una conciencia social respecto de las cosas que amenazan la vida en el planeta [incluyendo la nuestra, por supuesto] (2004:3) (Resaltado mío)
El para qué de un ejercicio de construcción de una literacidad científica es una cuestión central en nuestra reflexión si queremos salir de la idea de que la comunicación de la ciencia es un fin en sí misma. Se construye una literacidad científica crítica para tener acceso a contextos de aprendizaje más robustos que permitan un empoderamiento de los individuos y las sociedades a través de un desarrollo cognitivo y comunicativo que responda a las necesidades tanto colectivas como de cada sujeto. Este apropiarse de significados construidos desde la ciencia y otros saberes, así como de las prácticas discursivas que las constituyen, implica entonces interpretar la realidad desde una perspectiva científica, donde podamos entender el mundo –natural y social– que nos rodea, donde podamos hacer predicciones basadas en hechos y seamos capaces de interpelar a otros textos (e. g. políticas públicas, teorías conspiracionistas, contratos laborales, etc.). Se trata de no reproducir los mismos mecanismos inequitativos de construcción de conocimiento a los que estamos habituados, sino de desinstitucionalizar la práctica cuestionando problemas fundamentales de manera reflexiva y crítica.
Una persona científicamente letrada tendrá agencia y ejercerá su ciudadanía plenamente; irá más allá de de/codificar textos y en todo caso usará los textos para decodificar el mundo y hablará por sí misma. Tiene ideas, es autora de su propia voz y la hace oír para disentir y resistir a la opresión o para estar de acuerdo y dialogar en la diferencia. Se trasladará del silencio a la capacidad de articular el mundo propio (Hernández 2010:9).
La literacidad científica, sin embargo, no será suficiente si no desarrollamos a la par una literacidad social y una literacidad política en términos de la responsabilidad social. Todxs lxs ciudadanxs enfrentaremos alguna vez cuestiones cuya discusión requiere de una base científica ¿cuáles serían los peligros si no la tenemos? Adherirnos a discursos que pongan en riesgo la salud pública, el pacto social, la estabilidad laboral, que borren la historia, que pongan en riesgo el entorno natural y social, que amenacen nuestros derechos humanos y civiles, nuestras garantías individuales. Más aún, ser científicamente letradxs implicará cuestionar, de manera crítica e informada, las prioridades del quehacer científico y la innovación tecnológica (Hodson, 1994) para que éstos estén al servicio del bien común y no de unos cuantos. Debemos ejercer nuestro derecho a la ciencia asumiendo la comunicación de ésta como la construcción del inicio de un camino.