30/03/2024
Tradicionalmente, el estudio del arte desde la academia concierne a disciplinas como a la historia del arte o la filosofía, sin embargo, el fenómeno del arte también puede ser un campo que refleja los valores, aspiraciones o los cambios sociales y políticos de un momento o lugar en específico. Analizar el arte no solo implica estudiar las obras como objetos autónomos, o a los artistas como sujetos de la historia, sino que implica poner en juego una diversidad de procesos de circulación, mediación y recepción social que constituyen y varían los significados de las prácticas artísticas en un contexto determinado (García Canclini, 1979). Si comenzamos a comprender el arte como un territorio en donde se cristalizan conflictos, intereses, materialidades y representaciones simbólicas, la sociología puede aportar conceptos y metodologías para encuadrar dicha realidad y dar luz sobre los procesos de producción y la recepción de obras desde el espacio social (Facuse M, 2010, p. 77). O como proponen Quiroz Trejo y Camacho Navarrete (2019), crear una estructura lo suficientemente fuerte y sensible a la vez, para que nos permita reconocer aquello que los grandes relatos invisibilizan respecto a la realidad social.
Con lo anterior en mente, el presente artículo parte de una investigación en curso, que tiene el objetivo de dar luz –desde una perspectiva sociológica– al papel que el arte participativo, y su configuración social vinculada con el activismo feminista, tiene para intervenir el espacio público, así como sobre las redes que se producen para articularse con las demandas de los feminismos contemporáneos en México. A continuación, se explora brevemente el trabajo de algunas autoras desde las que se puede comenzar a pensar la singularidad de las prácticas artísticas participativas como herramientas para la acción política.
Hay algunos trabajos que abordan el feminismo en el arte contemporáneo desde su óptica política1 pero la mayoría de las investigaciones que analizan las prácticas artísticas con perspectiva de género o feminista se emplazan en el campo de la historia del arte, la curaduría o la estética, con especial énfasis en articular un relato de la historia del arte feminista en relación con las olas de la historia del movimiento feminista y la teoría feminista. Algunas de las autoras más relevantes en México sobre el tema son: Mónica Mayer, Araceli Barbosa, Eli Bartra, Karen Cordero, Julia Antivilo, María Laura Rosa, Inda Saenz, Francesca Gargallo, Carmen Hernández, Ana Victoria Jiménez, Riánsares Lozano, Raquel Tibol, Rowena Morales y Carla Rippey, entre otras.
Para comenzar a comprender lo que es el arte participativo podríamos acudir al trabajo de la historiadora del arte finlandesa Kaija Kaitavuori, quien define al arte participativo como las prácticas artísticas que involucran al público como algo más que un espectador durante el proceso de producción o activación de la pieza, y se caracteriza por una participación corporizada y tangible que permite pensar el arte como una serie de relaciones y procesos en lugar de como un objeto aislado (Kaitavuori, 2018, p. 3). Es decir, en este tipo de piezas el momento de producción se genera de manera simultánea a la exhibición de la pieza, de igual manera las líneas entre autor y espectador se difuminan. Los procesos participativos y colectivos del arte feminista son aquí el punto de partida para pensar sobre este tipo de prácticas artísticas, desde un lugar donde lo privilegiado no es el objeto producido o la autoría de un creador, sino un proceso colectivo y participativo que permite visibilizar tanto experiencias de violencia de género o discursos y demandas de los feminismos como movimiento político. Este conjunto de expresiones depositadas y reflejadas en las piezas, expanden sus procesos productivos y cobran un valor significativo y simbólico mediante la red de relaciones que se producen durante los procesos así como mediante el lugar en el que se sitúan las producciones. Desde, la perspectiva de Kaitavuori, el arte participativo está conformado por relaciones, procesos y dependencias, su esencia no se puede captar al pensarlo como un objeto o un evento aislado. Por lo tanto, las implicaciones de estos procesos y relaciones no serían los mismos, si la pieza se lleva a cabo al interior de un museo, de una institución o en el espacio público. A pesar de que el resultado algunas veces sea efímero, su creación tiene una importante carga simbólica que se puede pensar desde las implicaciones políticas de su carácter participativo, o desde los procesos colectivos y las negociaciones que se requieren para su producción en un contexto específico.
Al no caber dentro de formatos o técnicas tradicionales del arte, donde los papeles de autor, espectador/participante, se entrecruzan y generan otras formas de relacionalidad, participación, colectividad y acción política, este tipo de prácticas cercanas al activismo generan procesos que desbordan las dinámicas y espacios institucionales o hegemónicos del arte. Esta forma de pensar el arte coincide en algunos aspectos con el concepto de estética relacional acuñado por Nicolas Bourriaud en 1990, para pensar las prácticas del arte contemporáneo como un intersticio social, “un arte que tomaría como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado” (Bourriaud, 2006, p. 13), en este tipo de prácticas la importancia se encuentra en las relaciones producidas entre los sujetos alrededor de la pieza y en relación con sus condiciones espaciotemporales, no en el objeto artístico.
Desde los años 70, las artistas y académicas feministas se han dedicado a cuestionar y protestar en contra de aquellas nociones hegemónicas del arte autónomo, de autor, apolítico y producido a distancia de problemáticas sociales y de género. La pionera de este tipo de reflexiones desde el ámbito académico fue la historiadora del arte Linda Nochlin con su emblemático ensayo Why have there been no great women artists? (¿Por qué no ha habido grandes mujeres artistas?). En él hace una importante crítica al canon del arte occidental, a la idea del artista “genio” como una cualidad innata (al hombre blanco, europeo, de clase media y heterosexual que produce arte excepcional de manera solitaria desde su estudio mediante la inspiración divina que le brindan las musas) así como a la escasa participación y representación de las mujeres artistas en la historia del arte. Además, señala las dinámicas estructurales e institucionales de desigualdad que limitaron el acceso a la educación artística y al desarrollo profesional de las mujeres en el campo del arte desde siglos atrás. El feminismo desde el arte se ha constituido como un instrumento mediante el cual las artistas pueden dotarse de poder, asumir el derecho de nombrar y describir sus perspectivas y tomar parte en una serie abierta, auto reflexiva y en desarrollo de debates acerca de lo que significa ser mujeres en una cultura patriarcal (Walsh, 1998, p. 27).
Las prácticas artísticas que también son activistas implican procesos culturales híbridos que catalizan los esfuerzos estéticos, sociopolíticos y tecnológicos para desafiar, explorar o borrar las fronteras y las jerarquías que definen tradicionalmente la cultura y sus representaciones hegemónicas (Nina Felshin, 2001). El feminismo como movimiento político y el arte feminista se encuentran en un constante diálogo y retroalimentación mutua, los saberes y experiencias producidas desde la vida social, atravesadas por la violencia, impactan en los modos de representación que produce el campo artístico como formas de activación política y de experiencias sensibles.
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